La almendra es el fruto seco más consumido del mundo, con una producción anual de más de 7.500 millones de dólares concentrada en España, California (EE UU) y Australia. Los cultivos de almendros, de gran importancia económica, se extienden por cerca de dos millones de hectáreas en todo el mundo.

 

Pero la almendra, muy apreciada hoy por sus propiedades nutricionales y su aceite, no gozó siempre de la misma reputación. En origen y en estado salvaje, su sabor era amargo y tóxico por la presencia de toxinas vegetales, como los glucósidos cianogénicos.

 

En el antiguo Egipto, esa toxicidad, también compartida por los melocotones en aquella época, era bien conocida porque podía ser mortal para los humanos. Por eso, se empleaba para envenenar a los traidores, según quedó reflejado en los jeroglíficos. Griegos y romanos aprendieron además a eliminar el compuesto amargo llamado amigdalina, que libera cianuro tóxico, hidrolizándolo al hervir las almendras.

 

Pero ¿cómo logró la almendra convertirse en el fruto dulce y comestible que conocemos hoy? Su domesticación, que se produjo durante la primera parte del Holoceno hace unos 10.000 años en Oriente Próximo, permitió la selección de los genotipos más comestibles y menos amargos, con origen en los salvajes. Esta hipótesis ha sido apoyada por evidencias arqueológicas.

 

Ahora, la secuenciación del genoma completo de la almendra (Prunus amygdalus), que ha permitido el hallazgo de 28.000 genes, confirma que su domesticación se produjo gracias a un pequeño cambio de un solo gen codificante que impide la producción de la amigdalina, el compuesto responsable del dar sabor amargo a las semillas de almendro, entre otras especies.