En el mar, infinidad de microorganismos parecidos a plantas forman un bosque flotante invisible. Navegando a la deriva, estos diminutos organismos utilizan la luz solar para absorber dióxido de carbono (CO2) de la atmósfera. En conjunto, este plancton fotosintetizador, o fitoplancton, absorbe casi tanto CO2 como los bosques terrestres del mundo. Las cianobacterias del género Prochlorococcus, microbios flotantes de color esmeralda que constituyen el fitoplancton más abundante actualmente en los océanos, aportan una fracción considerable de la capacidad colectiva del fitoplancton para capturar carbono.

 

Pero el género Prochlorococcus no siempre habitó en alta mar. Todo apunta a que sus ancestros evolutivos residían exclusivamente cerca de las costas, donde abundaban los nutrientes y donde los podían conformar en el fondo marino alfombrillas microbianas comunitarias, estructuras que dotan de mayor protección a los microbios integrados en ella. Entonces, ¿cómo acabaron los descendientes de estos habitantes costeros convirtiéndose en las potentes fotosintetizadoras de alta mar de hoy en día?

 

El equipo de Giovanna Capovilla, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en Estados Unidos, cree que la clave fue un vehículo improvisado. En un nuevo estudio, Capovilla y sus colegas plantean que quizá los antepasados del género Prochlorococcus adquirieron la capacidad de engancharse a trocitos de quitina, fragmentos degradados de los exoesqueletos de animales. Los microbios se adherían a los trocitos de quitina que se topaban con ellos y así, llevadas por la corriente, estas partículas de quitina les servían a los microorganismos de balsas que los transportaban mar adentro. Estas balsas de quitina seguramente también proporcionaban nutrientes esenciales, que permitían a los microbios subsistir durante el viaje.