BARCELONA, España — En 1987, recién cumplidos los 25 años, me fui a vivir a Estados Unidos con el propósito de convertirme en un escritor posmoderno estadounidense, pero durante los dos años que pasé allí realicé un descubrimiento extraordinario: que yo era español. En consecuencia, empecé a hacer lo que solemos hacer los españoles: hablar a grito pelado, almorzar a las tres de la tarde y dormir la siesta.

Es falso, es solo una broma. Como cualquier broma pasable, esta contiene una parte de verdad: uno no sabe quién es hasta que no se ha ido de donde es. Lo cierto es que en 1987 ya casi nadie en España hablaba a grito pelado, casi nadie comía a las tres de la tarde y, por supuesto, nadie dormía la siesta (salvo yo, que sigo durmiéndola). Los clichés, sin embargo, gozan de una envidiable capacidad de supervivencia; la prueba es que bastaron unas pocas imágenes horribles de policías españoles arremetiendo contra civiles, tomadas el 1 de octubre durante el referéndum ilegal de independencia de Cataluña, para que periodistas de medio mundo desenterraran la momia del general Franco y decretaran que España vive todavía en pleno franquismo.

No importó que, además de ilegal, el referéndum fuera fraudulento, porque carecía de las más mínimas garantías democráticas y porque era un intento de legitimar con las urnas un golpe de Estado desencadenado semanas atrás por el gobierno autónomo catalán. No: según algunos medios, que repetían dócilmente la propaganda independentista —difundida por Vladimir Putin con el desinterés que le caracteriza—, la España de hoy, tras 40 años de democracia y 32 de pertenencia a la Unión Europea, era en el fondo una copia maquillada de la España franquista.

Es un disparate. Para demostrarlo, bastaría con recordar un estudio sobre calidad de la democracia realizado en The Economist Intelligence Unit; según este, en el mundo hay apenas diecinueve democracias plenas: entre ellas no se encuentran ni la francesa ni la italiana ni la japonesa, pero sí la española, que ocupa el número 17. Esto significa que ser español hoy equivale a vivir en una democracia peor que algunas y mejor que muchas, incluida, por cierto, la estadounidense, que ocupa el número 21.

Nunca me había preguntado qué significa ser español; de hecho, no creo que esa pregunta tenga mucho sentido: toda identidad colectiva es una ficción colectiva. Si hoy me hago esa pregunta es por la alarma
internacional provocada por un giro salvaje de los acontecimientos producido este otoño en Cataluña, a raíz de que los independentistas aprobaron en el Parlamento autónomo, de manera totalmente irregular, dos leyes que, según los propios letrados de esa institución, derogaban de facto el estatuto catalán y violaban la Constitución española y la legalidad internacional. Ambas leyes pretendían cambiar de arriba abajo el ordenamiento jurídico democrático con el fin de proclamar la República Catalana y dejarnos a los catalanes “a merced de un poder sin límite alguno”, por usar las palabras con que el Tribunal Constitucional anuló la primera de tales leyes. Esto desencadenó la mayor crisis política en España desde que la democracia se restableció en 1978: el gobierno español disolvió el Parlamento catalán y convocó a nuevas elecciones regionales para este jueves.

Conviene aclarar aquí la expresión “golpe de Estado” que usé antes. Cuando a fines de los años setenta el franquismo fue remplazado por la democracia, España se estructuró en diecisiete comunidades autónomas, creando uno de los sistemas más descentralizados del mundo. Cataluña es una de esas comunidades, que se distingue por poseer una lengua y una cultura propias, igual que Galicia o el País Vasco, y por ser una de las más ricas del país.

Desde el inicio de la democracia, el gobierno catalán, provisto de competencias exclusivas en algunos asuntos vitales como la educación, ha estado casi siempre en manos de los nacionalistas conservadores, que en todos estos años han llevado a cabo una labor subterránea, minuciosa y desleal de nation building.

A pesar de ello, el independentismo nunca consiguió atraer más del 20 por ciento de los votantes. Hasta que, en 2012, cuatro años después del inicio de la crisis económica, el nacionalismo conservador en el gobierno se sumó a él para no asumir su responsabilidad por la mala gestión de la crisis y poder atribuírsela en exclusiva al gobierno de Madrid. También para desviar la atención pública de una oceánica corrupción que lo estaba ahogando.

A ese flagrante ataque al Estado de derecho es a lo que llamo un intento de golpe de Estado. La expresión parecerá inadecuada a quienes hayan olvidado que los mejores golpes de Estado se dan sin violencia, precisamente porque no parecen golpes de Estado; pero no se lo parecerá a quienes recuerden que, como escribió el pensador del derecho Hans Kelsen, un golpe se da cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden”. El resultado de esta tropelía es que Cataluña ha vivido casi dos meses de pesadilla durante los cuales la sociedad ha bordeado el enfrentamiento civil y la ruina económica.

El problema de Cataluña no es solo de Cataluña ni solo de España; es un problema de la Unión Europea, cuya unidad y estabilidad podrían verse en serio peligro a causa del conflicto catalán, el último y quizá más peligroso latigazo del nacionalismo populista que engendró a Donald Trump y al brexit. Eso es lo que nos jugamos en las elecciones autonómicas del día 21: la continuidad o el final de un proyecto que, por mucho que algunos lo presenten como europeísta, apunta a la división de Europa.

¿Hay solución para el problema catalán? A corto plazo, todo depende del resultado de las elecciones del 21. No soy optimista: me parece difícil que muchos catalanes se desprendan en apenas unas semanas de las toneladas de mentiras fabricadas con dinero público y difundidas en estos años por el independentismo.

A medio o largo plazo, en cambio, la cosa cambia. Quizá la solución estribe en la reforma de la Constitución de manera que España, que ahora es un Estado parafederal, se convierta en un Estado federal pleno, preparado además para integrarse en una Europa federal. Pero no basta con eso. También habría que abrir un cauce legal que, un poco al modo de la Clarity Act aprobada en Canadá en 2000, a raíz del primer referéndum de independencia de Quebec, estableciese en qué condiciones podría celebrarse un referéndum de independencia en Cataluña. Claro que, en una Europa federal, esa ley no debería ser una ley española sino europea, válida también para otros casos similares que pudieran presentarse en Europa.

Personas que se oponen a la independencia de Cataluña, llevan banderas españolas en Barcelona en octubreCreditGonzalo Arroyo/Associated Press

Nací en 1962 en Extremadura, al sudoeste de España, pero cuando tenía 4 años mi familia emigró a Cataluña. Soy, por tanto, un catalán común y corriente, porque la Cataluña del siglo XX se construyó con un trasvase masivo de emigrantes desde el sur pobre de España hasta el norte rico. Añadiré que no me siento ni especialmente español ni especialmente catalán; o quizá me siento ambas cosas, y desde luego en mi casa se habla catalán y castellano, como en tantas casas catalanas.

Aunque el problema catalán haya desatado una ola de pasiones y emociones, para mí es un problema político: simplemente, no me gusta vivir en un sitio donde los gobernantes violan de manera flagrante, en nombre de una ilusoria patria oprimida y, por supuesto, de la democracia, las más elementales reglas democráticas, con el fin de obtener todo el poder y toda la pompa, y lo hacen además cuando el país empezaba a salir de una crisis económica atroz, sin importarles lo más mínimo el perjuicio evidente que estaban causando al bienestar de sus conciudadanos.

También me gusta pertenecer a la Unión Europea, cosa imposible para una hipotética Cataluña independiente, como no se han cansado de repetir los responsables europeos. Es natural: la unión de Europa se construyó contra los nacionalismos que trituraron el continente en el siglo XX, y ha sido corresponsable del mayor periodo de paz y prosperidad de nuestra historia moderna; más aún: ahora mismo es la garantía misma de la supervivencia de la democracia entre nosotros, porque, como ha escrito Jürgen Habermas, la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasa las fronteras nacionales. De ahí que, con todos sus innumerables defectos, la Europa unida sea, al menos para un europeísta de izquierdas como yo, la única utopía razonable que hemos acuñado los europeos. Eso es, en definitiva, lo que significa ser español hoy: una forma peculiar de ser europeo.