La vida no tiene que ver con lo que ocurrió, la vida está atada a lo que te espera”. Con esta frase la comunicadora Paola Almonte concluyó la entrevista en la que decidió contar la historia que hay detrás del éxito que hoy le sonríe. Pero es la ideal para comenzar el relato de una niña que todavía llora solo al recordar que fueron muchas las veces que no encontró comida al llegar de la escuela.

Razones tiene de sobra para afianzarse en el lema que forma parte de su filosofía de vida. Sus raíces las echó en un campito llamado Camú, de Puerto Plata, donde a los siete años fue que pudo disfrutar de la luz eléctrica. Al dejarse invadir por la añoranza, sonríe con un dejo de nostalgia que sus ojos se encargan de convertir en lágrimas.

Es triste verla rememorar lo vivido, pero es una mujer decidida y, aun llorando no dejaba de contar su historia matizada por las limitaciones, la falta de su madre, la impotencia, y por supuesto, por la entereza que es la que en la actualidad le ha permitido lograr el éxito dentro y fuera de su país.

“Yo vivía en una casita azul de madera, con el baño, digo era, una letrina, afuera de la casa. No tenía ninguna comodidad, nada. Solo tenía el amor de mi papá, ese hombre que es mi debilidad. Porque, aunque había muchas carencias, lo que aparecía era para los tres, mi papá, mi hermano y yo”. Una pausa anuncia que lo que sigue le arruga el corazón. Hubo acierto en la percepción. “Crecí sin madre. Cuando tenía siete años, ella se fue a su pueblo, porque es de San Cristóbal y nunca se acostumbró a vivir en ese campito. Volví a verla a los 14 años”. Luego lograron una hermosa relación. “Mi madre me pagó mi universidad y me ha apoyado en todo”. Lo dice desprovista de resentimiento.

Había que dejarla que se repusiera y conseguirle un par de servilletas que evitaran que se le terminara de arruinar su maquillaje, el que armonizaba con su blusa negra. Ella es fuerte, y eso se lo debe a su padre Cristino Almonte. Sí, a ese hombre que se iba a las 6:00 de la tarde a manejar un carro púbico, en buen dominicano, a conchar, y llegaba a las 4:00 de la madrugada para poder cuidar a sus hijos.

“Él siempre nos cuidó, y nos ayudó a tener fortaleza, si nos caíamos no nos levantaba, nos enseñaba a cómo hacerlo. Por eso es que hoy puedo hablar de todo esto, aunque también fue consentidor. Es más, te puedo decir que cuando yo tenía cuatro años, él me buscaba una especie de micrófono para yo hacer mi papel de reportera”. Aquí sonríe y recuerda que lo poco que veía en televisión lo miraba donde los vecinos. Recuerden que en su casa no había ni luz.

“Aunque he vivido momentos duros, nunca dejé que ellos se llevaron mi ilusión. Aun cuando me regalaban los uniformes, tallas más grandes que la mía, yo lo cuidaba para que no se me arrugara, iba a la escuela dispuesta a aprender y a comer de los ‘chulitos’ de doña Basilia. Porque eso sí, mi papá siempre trataba de darnos alguito para la merienda”. Estas remembranzas de revelan suman recuerdos felices a los no tan agradables.

Sensibilidad a flor de piel