Bajo un cielo grisá­ceo y entre palomas que zurean, cami­no un miércoles en la mañana por el Parque Colón. Ando con mi hijo Alexis por este ambiente arbo­lado junto a la Catedral Prima­da de América. Me pregunto có­mo se vería a fines del siglo XIX, cuando llamada Plaza de la Ca­tedral en ella presentaba un cir­co sus espectáculos. Alexis, a su vez, busca un ángulo donde se unan parque y templo para to­mar la foto de este artículo en el Listín Diario.

“Se soltó el tigre”
Cuenta Juan Alfredo Biaggi, en “Las mil y una historias de la Catedral”, que de un hecho trá­gico acaecido en el circo el 15 de septiembre de 1880 provie­ne una frase que a veces escu­chamos: “¡Se soltó el tigre!” El relato señala que tras diferentes actuaciones llegó el espectácu­lo final: los tigres. El asunto es que su domador, un americano de apellido Herr Lenger, apare­ció borracho. En tal estado, al abrir el segundo compartimen­to de la jaula donde se encon­traba el animal salvaje, se le es­capó la barra con la cual podía contenerlo. El tigre se abalanzó sobre él cortándole de un zar­pazo la vena yugular. Desde las gradas se escuchó una voz entre el público que gritaba: “¡Se sol­tó el tigre!” Y ahí empezó la des­bandada de todos los presentes. En tal tumulto pocos se dieron cuenta que un valiente ciuda­dano, Alejandrito Woss y Gil, le daba muerte al tigre. El peligro había pasado, pero la gente ni se percató.

La demanda del dueño
Lo insólito de esta historia es que el dueño del circo, Mr. Courtrey, presentó a Casimi­ro de Moya, ministro de Rela­ciones Exteriores, una reclama­ción por la muerte del tigre. De Moya respondió que la vida de un hombre valía más que la de un tigre. El dueño ripostó que “un hombre se encuentra donde quiera, pero un tigre da mucho trabajo conseguirlo”. El caso terminó llegando hasta el pre­sidente de la República, Monse­ñor Fernando Arturo de Meriño, quien lo zanjó con una frase: “En Santo Domingo un hombre vale más que un tigre”.

 SEPA MÁS
Las flores del parque

Años después, siendo Manuel de Jesús García presidente del Ayuntamiento y Ulises He­reaux (Lilïs) el presidente de la República, se empezaron a sembrar flores en la plaza.

De noche, la gente comenzó a cortarlas. García se quejó ante Lilís, quien ordenó a los serenos disparar a quien vie­ran cogiendo flores de este parque. Aunque a esto pro­testó García, Lilís dijo: “La or­den está dada”. Narra Biag­gi que tan pronto se escuchó el primer tiro, disparado a un joven que robaba una caña de azucenas, García, que vi­vía cerca, saltó de la cama a buscar el muerto. No había muerto. El tiro no le había to­cado. Pero a partir de ese día no faltó ni una flor.

“Esa misma noche fue don Manuel donde el Presidente Hereaux y le suplicó encare­cidamente suprimir la orden, pues de otra manera no iba a poder dormir. “Lilís, sabedor de que la lección había sido bien asimilada, le compla­ció advirtiéndole: ‘Que lo se­pa usted. Que no lo sepa más nadie’”.