Cuando el pasado di­ciembre Anthony Hop­kins (Port Talbot, Reino Unido, 1937) celebró en un vídeo de Twitter sus 45 años sin beber alcohol, la re­velación sorprendió a sus seguido­res. Su imagen pública es la de un actor de máximo prestigio en el tea­tro y el cine, gentil caballero britá­nico y, desde hace un par de años, abuelo favorito de internet. Lo cier­to es que Hopkins, que a sus 83 años ha batido el récord de edad en la categoría de mejor actor de los Oscar con su nominación por El padre, ha contado en varias ocasio­nes su lucha con el alcoholismo, la depresión y los ataques de ira. Y los remordimientos por abandonar a una hija recién nacida. Y su odio ha­cia Shakespeare y todo lo británico. Damas y caballeros, con ustedes: el otro Anthony Hopkins.

“Recuerdo el primer día de clase con aquel olor a leche podrida, pa­jitas y abrigos húmedos. Me senté ahí, completamente petrificado, y ese sentimiento se quedó conmigo durante toda mi infancia y adoles­cencia”, contó a la revista ‘Playboy’, sobre sus primeros recuerdos en Port Talbot, la localidad siderúrgica del sur de Gales donde creció. Los profesores, los compañeros y sus padres le repetían que era dema­siado tonto para cualquier trabajo. Nunca tuvo ningún amigo y se pa­saba las tardes dibujando o tocando el piano. A veces ni siquiera asistía a su propia fiesta de cumpleaños. “Me sentía el más tonto de la clase, quizá tenía problemas de aprendi­zaje, pero era incapaz de entender nada. Mi infancia fue inútil y ente­ramente confusa. Todo el mundo me ridiculizaba”, reveló a The New York Times.

Richard Burton también era de Port Talbot y Hopkins el loco, co­mo le llamaban entonces, lo cono­

 ció a los 15 años. “Me contó que se hizo actor porque no valía para ningún trabajo. Luego se montó en su Jaguar y se fue. No se veían muchos coches así en la posgue­rra. En aquel momento compren­dí que necesvitaba salir de allí. Dejar de ser quien era. Ser rico y famoso. Y empecé a soñar con vi­vir en Estados Unidos”, recordó Hopkins al rotativo neoyorquino a finales del año pasado.

En pocos años alcanzó el máxi­mo prestigio al que aspira cual­quier intérprete británico: pro­tagonizar obras del National Theatre.

Y cuando estaba encabezando la más importante de todas, Ma­cbeth, se largó con la tempora­da a medias para rodar una pe­lícula en Hollywood. “El teatro no encaja con mi personalidad ni con mi temperamento. Nunca lo disfruté. El teatro británico es muy académico y yo siempre he sido muy mal estudiante. No me gusta la autoridad, ya sufrí sufi­cientes abusos de pequeño. Re­cuerdo que Katharine Hepburn, durante el rodaje de mi primera película, El león de invierno, me dijo: ‘Estamos en pleno enero en el sur de Francia y cobrando por

 ello. Esta es la mejor vida, ¡aférrate a ella!”, contaría en Vanity Fair.

En 1968 abandonó a su primera esposa, con la que tenía un bebé de cuatro meses, porque se dio cuenta de que era “demasiado egoísta” pa­ra crear una familia. A un periodis­ta de The Guardian, hace tres años, le explicó que viene “de una gene­ración en la que los hombres eran hombres. Y la parte negativa de ello es que no se nos da bien recibir amor o darlo. No lo entendemos”. A pesar de un intento de acercamien­to en los noventa, Hopkins nunca ha tenido relación con su hija y hoy no sabe siquiera si tiene nietos.

Durante los setenta, Hopkins ad­quirió cierta fama de “actor tem­peramental”. Sufría ataques de ira durante los rodajes, llegaba a las manos con los directores o desapa­recía sin dar explicaciones. Años después él mismo confesaría que, como no quería beber durante la jornada laboral, su agresividad sur­gía porque siempre estaba resaco­so. El 29 de diciembre de 1975, Hopkins amaneció en un motel de Phoenix sin tener la menor idea de cómo había llegado hasta allí. No ha vuelto a beber desde entonces. “Ad­mití que tenía miedo, lo cual me dio una libertad maravillosa. Me sen­tía inseguro, paranoico, aterroriza­do. Temía no valer para nada, que no encajaba en ningún sitio”, confe­só a The New Yorker el mes pasado.

Aunque intentó apaciguar su ca­rácter mediante la sobriedad, sus demonios seguían detrás de él. A veces se montaba en su coche y con­ducía durante semanas, otras se pa­saba días sin dirigirle la palabra a nadie. En 1981, cuando ya había ganado dos Emmys, su padre falle­ció. Durante sus últimas horas An­thony aprovechó para decirle que le quería (era la primera vez que se lo decía a alguien en su vida), pero so

 lo se atrevió a besarlo una vez ha­bía muerto. “Al recoger sus per­tenencias encontré un mapa de Estados Unidos. Siempre quiso ir allí. Se murió sin hacerlo”, lamen­taría Hopkins. El médico le infor­mó de que el corazón se le había hinchado por años y años de es­fuerzo. “Cuando pienso en cómo mis padres se esclavizaron toda su vida en una panadería para ganar una miseria… yo lo he tenido de­masiado fácil. Me avergüenzo de ser actor. Debería estar haciendo otra cosa. Actuar es un arte de ter­cera. Nos pagan demasiado y nos hacen demasiado caso. Me gusta la atención y el dinero, pero me siento como un estafador”, se la­mentó en The Guardian.

A pesar del éxito de Magic, El hombre elefante o Motín a bordo, su carrera en Hollywood no des­pegaba y tuvo que regresar a Lon­dres. “Esa parte de mi vida se ha terminado, es un capítulo cerra­do. Supongo que tendré que con­formarme con ser un actor respe­table en el teatro y hacer trabajos respetables en la BBC durante el resto de mi vida”, declaró enton­ces. Una tarde fue al cine a ver Ar­de Mississippi y sintió envidia, ra­bia y frustración por no tener una carrera como la de Gene Hack­man. Días después su agente ame­ricano lo llamó por teléfono: Hac­kman había rechazado el papel de Hannibal Lecter y él era la segun­da opción.

A Hopkins le bastaron 17 mi­nutos en El silencio de los corde­ros para pasar a la historia del ci­ne. Aquel triunfo le trajo un Oscar, un título de sir y la percepción co­lectiva de ser lo que el gran públi­co llama “un actorazo”. Pero su mayor triunfo fue personal. “Que­ría curar mi herida interna, quería venganza. Quería bai­lar sobre las tumbas de todos los que me hicieron infeliz. Quería ser rico y famoso. Y lo he conseguido”, presumía en­tonces en Vanity Fair.

Durante los noventa Hop­kins era el actor más presti­gioso del mundo. Interpretó personajes históricos que, a priori, no iban con él (Nixon, Picasso), aportó distinción al “cine de tacitas” (Regreso a Howard’s End, Tierras de pe­numbra, Lo que queda del día) y su definición del traba­jo del actor se adscribió al fol­clore de Hollywood: “Sé pun­tual, apréndete los diálogos y asegúrate de que tu agen­te ha recibido el cheque”. El público asumió que Hopkins era un señor sensible y retraí­do como los personajes que interpretaba, pero él corre­gía esa percepción: “Puedo ser un tirano. Sin escrúpulos. Yo quiero lo que quiero. Soy muy, muy egoísta. Algo me atormenta, no sé lo que es, pero me provoca mucha in­quietud”, confesaba en 1996. “Fui a ver a un psicólogo y acabé llorando en la primera sesión. Sentí tanta vergüen­za. A mí me enseñaron que los hombres no lloran”. No volvió a la terapia.

En 1993 Hopkins tuvo una aventura con una exnovia de Sylvester Stallone a la que co­noció en Alcohólicos Anóni­mos y su esposa se mudó a Londres. “Jenni no lo entiende. A mí me encanta estar en Los Ángeles. ¡Es la tierra de Mickey Mouse! Hay tanto dinero. Más del que podría soñar. A ella le parece una ciudad de juguete, con un entusiasmo y efusivi­dad sobreactuados. A mí eso es lo que me maravilla”, explicaba el actor. Su nuevo estatus como estrella, al menos, le permitía conseguir lo que quería sin te­ner que gritar ni encararse con nadie. “Ahora basta con pedír­selo amablemente al produc­tor”, concluyó.