Si en general los premios literarios se han vuelto polémicos debido a su inocultable mezcla de estrategia comercial o política y acuerdo de capillas culturales, el Premio Nobel otorgado en 2019 a Peter Handke y a Bob Dylan en 2016, aunque por razones muy diferentes, no han sido la excepción.

No me refiero al libro de Julio Cortázar, sino a la función que cumplen, más allá de la tenebra que rodea a algunos, sobre todo como parte de una estrategia comercial, y la cada vez menor confianza que despiertan en el lector exigente, los premios de todo nivel y monto en la llamada mediación con el lector. Son mecanismos aún funcionales para llamar la atención, por ejemplo, los premios anuales que convoca el INBA, y establecen una función fronteriza entre lo escrito, lo publicado y lo conocido, entre lo leído, así sea minoritariamente, y lo que no. Vuelvo a repetir lo que he escrito en estas páginas varias veces: las literaturas minoritarias son esenciales para la literatura, mucho más que los textos de venta masiva.

Pero no es de los premios pequeños o medianos de los que quiero hablar aquí, si no del durante años premio de premios, el Nobel. Los escándalos del sexismo y tráfico de influencias, intereses políticos y económicos lo han golpeado, pero también la valentía de tomar decisiones nada fáciles y ciertamente polémicas, como otorgarlo a Bob Dylan en 2016.

Hace un par de décadas, ese premio era a la vez un pasaporte a la posteridad y una garantía de conocimiento público mucho más amplio y su consecuencia económica. A la vez, también cumplía una función de divulgación y ampliación del horizonte literario. Pongo un ejemplo: el Nobel a mí me descubrió hace cuarenta años a un autor “desconocido”. Las comillas responden al hecho de que era desconocido por mí, pero eso respondía a mi ignorancia, pues en otro nivel era ampliamente conocido y reconocido.

No es posible recibir ese premio si –en el nivel de cada premiado– se es un autor de verdad desconocido o minoritario, independientemente de la gradación o parámetro que se use. Tal vez el extremo sea precisamente Dylan, que excedía en fama pública la que el premio pudiera aportarla. En el otro extremo está la recién premiada Louise Glu¨ck, designación que hay que celebrar, lo cual se ha hecho de manera prácticamente unánime.

He estado dando rodeos para llegar al tema de esta nota, pues se trata de un Premio Nobel ya viejo y muy polémico, es decir, de apenas hace un año: Peter Handke. El narrador de lengua alemana, nacido en 1942, había surgido al panorama literario a fines de la década de los sesenta, ligado al fabuloso fenómeno de la resurrección cultural alemana, y en especial del extraordinario nuevo cine alemán, y parecía entonces destinado, como antes de él Heinrich Böll y Gunter Grass, a recibirlo (Herta Mu¨ller fue, para mí, más sorprendente). Pero las cosas se enredaron en el camino por la extraña posición que el autor de La mujer zurda y El miedo del portero ante el penalti asumió respecto al conflicto en Yugoslavia y la guerra de los Balcanes, en especial su defensa de Miloševic. De hecho, muchos de sus lectores simplemente veían ya como imposible que se le otorgara. Por eso su designación fue sorpresiva y reavivó la polémica.

Cuando leí los primeros libros de Handke, en especial El peso del mundo, diario extraordinario, pensé: no parece un escritor alemán sino francés. El cine había propiciado la cercanía entre dos culturas no pocas veces rivales. Hoy, cuando la condición teutona del premiado es evidente, sigo pensando, al releer ciertos textos y leer nuevos, lo mismo. Cuando líneas arriba dije: “Premio Nobel viejo”, no sólo era una ironía sobre la aceleración del tiempo, sino también un guiño a la idea de que quien recibe el premio es el joven iracundo de los años sesenta. Y su figura en las fotografías actuales muestra a un escritor empeñado en no envejecer. En mantener el temple y el tono, y en no convertirse en estatua de sí mismo. El premio, más allá de la polémica, es más que merecido y ha permitido el regreso a librerías de algunos de sus textos antiguos y también los mas recientes. Es una de las virtudes de ese galardón.

El tono de Handke responde a un texto teórico que en aquellos años de su juventud marcó el camino: Por una literatura menor, de Deleuze/Guattari, e inscribió su escritura en el funcionamiento del rizoma propuesto por los teóricos franceses. Frente a la gran narrativa alemana, la que personifica Thomas Mann, Handke elige el camino de Kafka, como lo eligió la generación de 1968, aunque después no pocos lo abandonaron. Handke se sostuvo. Esto no significa que sea kafkiano, sino que eligió esa condición menor que, desde luego, no significa ni menor ambición ni menor resonancia, sino un funcionamiento subterráneo, no sé si más profundo, pero sí sin peligros decorativos.

Hace unos días discutía con amigos si la actual situación de la cultura pandémica no respondía precisamente a esa condición rizomática. Yo sostengo que no. El rizoma era una apuesta por la libertad; la red hasta ahora muestra una proclividad al autismo y a la catatonia. Mientras el asunto se aclara, la lectura de Handke sigue siendo un oasis. Mientras tanto, el Premio Nobel, motivo de origen de esta nota, parece apostar por el rizoma en sus elecciones más recientes: el nexo entre Dylan y Handke, por ejemplo, es una idea de la cultura abierta.