Las plantas que comemos hoy en día han sido domesticadas. Del mismo modo que en la naturaleza no hay chihuahuas, tampoco hay tomates grandes y jugosos, trigo harinero o maíz para palomitas. Nuestros antepasados modificaron esas especies para adaptarlas a sus necesidades y gustos. En el caso del tomate, la domesticación la llevaron a cabo culturas agrícolas americanas hace miles de años. Por desgracia, los restos arqueológicos relacionados con el tomate son muy escasos y muchas cuestiones, aunque han sido objeto de debate desde hace décadas, siguen sin aclararse. Por ejemplo, se baraja que la domesticación pudo llevarse a cabo en Mesoamérica, es decir, en la región que comprende México y Centroamérica, o en Perú y Ecuador, pero no ha habido evidencias capaces de aclarar la cuestión.

 

Ahora, el grupo de bioinformática y genómica de plantas del COMAV, instituto de investigación de la Universidad Politécnica de Valencia (UPV) de España, en colaboración con investigadores de la Universidad de Georgia (Estados Unidos) y en el marco del proyecto Varitome, financiado por la Fundación Nacional de Ciencia de Estados Unidos, ha analizado la secuencia completa del genoma de 628 plantas cultivadas y silvestres de tomate, desvelando algunos aspectos de la compleja historia americana del tomate.

 

“La mayoría del genoma del tomate cultivado actual es muy similar al de los tomates silvestres mesoamericanos (Solanum lycopersicum var cerasiforme), pero en su domesticación también participaron plantas silvestres ecuatorianas y peruanas (S. pimpinellifolium). Esta situación compleja ha dificultado el estudio de la domesticación del tomate durante muchos años. Gracias al desarrollo de un nuevo método de análisis estadístico, desarrollado en este trabajo, hemos podido determinar que la domesticación de este cultivo se produjo a partir de los tomates silvestres mesoamericanos, pero el proceso fue complejo”, apunta José Blanca, investigador del COMAV de la UPV y uno de los autores del estudio.

 

En su estudio, el equipo de la UPV y la Universidad de Georgia explican cómo, en una etapa previa, las plantas hicieron una larga migración al sur, desde Mesoamérica a la región localizada entre la falda de los Andes y la selva Amazónica en Perú y Ecuador, denominada Ceja de Montaña. Esta migración fue rápida y probablemente asociada al comercio existente entre las culturas agrícolas mesoamericanas y andinas. Posteriormente, algunos tomates muy similares a los cultivados actualmente en el sur de Ecuador y el norte de Perú emigraron de vuelta a México.

 

“Sorprendentemente, el genoma de los tomates tradicionales del Yucatán es más similar al de sus parientes de la Ceja de Montaña andina que al de los tomates silvestres mesoamericanos. De modo que ahora sabemos que los tomates silvestres hicieron un viaje al sur y que, después, volvieron como cultivados al norte”, apunta Joaquín Cañizares, investigador también del COMAV de la UPV y otro de los autores del estudio.

 

Y este viaje de ida y vuelta, según se concluye en el estudio, cambió a los tomates para siempre. Los agricultores de la Ceja de Montaña no utilizaron plantas puramente mesoamericanas, sino descendientes de una hibridación ocurrida entre las recién llegadas del norte y las silvestres presentes en la costa de Perú y Ecuador. “En la actualidad la Ceja de Montaña del sur de Ecuador y el norte de Perú tiene la población de tomates cultivados con una mayor diversidad genética del mundo y puede que fuese precisamente allí donde se llevó a cabo la domesticación, aunque este punto será difícil confirmarlo mientras no se disponga de restos arqueológicos de tomates antiguos”, apunta María José Díez, investigadora del COMAV y coautora también del estudio.